POR Enrique Murillo / PUBLICADO EN La Vanguardia (31-03-21)
Si este fuera un país de libros, Carlos Pujol Lagarriga habría vivido rodeado de honores, habría trabajado en puestos de alta responsabilidad en la industria editorial. Era hijo de editor (Carlos Pujol, una vida entera en Planeta), y fue editor extraordinario unos doce años. Cuando dejó la edición, porque ya no había sitio para personas como él, se hizo profesor. Y es padre espiritual de editores pues, en el Máster de Edición de la UAB, y en la UIC, ha dejado una huella enorme. Aniol Rafel, el editor de Periscopi, me decía «creo que yo habría sido mucho peor editor de no haberme cruzado con él».
Carlos era editor porque tenía la capacidad de descubrir el talento de los escritores primerizos, sin fama ni renombre. Y, además, porque trabajaba con los autores, no solo como filólogo, sino como gran lector de novela. No he conocido a nadie como él.
Fui testigo de su debut en este campo. Yo acababa de aterrizar en una empresa casi quebrada, Plaza & Janés, en 1992. Le contraté y enseguida le puse al frente de la colección literaria, Ave Fénix Serie Mayor, en donde publicamos a Juan Marsé, Salman Rushdie, Ray Loriga, Félix Romeo y otros. Carlos Pujol y yo nos veíamos poco. Yo solo me dedicaba a fabricar libros con potencial de ventas superior a 30.000 ejemplares, a ver si salvábamos la empresa, que venía de perder 2.000 millones de pesetas el año anterior.
Un día Carlos descubrió el manuscrito de una chica que escribía en el ordenador de la FNAC de Callao a ratos perdidos, una tal Lucía Echevarría que formaba parte del equipo de promoción. Les llevó meses trabajar a fondo aquella novela, que acabó titulándose Amor, curiosidad, prozac y dudas. Descubrir y acompañar, eso es lo que hacía Carlos Pujol, un editor de verdad. De esos ya no quedan en tiempos en los que editar terminó siendo contratar a partir de informes de lectura hechos por otros. Carlos chocó con esa nueva forma de «editar» y lo dejó tras cinco años en Plaza & Janés, otros tantos en Destino, a donde me lo llevé cuando cambié de gran grupo, y después de algunas reapariciones breves en El Andén y Al Revés, un sello al que él llevó a algunos de sus autores de Destino, como Fernando Marías y Juan Bas.
Era angelical en todos los sentidos de la palabra, incluido el religioso. Candoroso y de otro mundo. Habría encajado más en la era de los primeros cristianos de las catacumbas. Rodeado de agnósticos y ateos, de indiferentes, él vivía sus creencias sin aspavientos. En tiempos de falsas amistades, disfrutar de la suya ha sido como un milagro. Era próximo, cálido, generoso. Adoró a Cristina, su mujer; a sus tres hijos. Se lo llevó un cáncer de pulmón que sobrevivió años junto a su nueva pareja y sus hijos. Le lloraré siempre.