1.
Cuando al libro le aprieta la faja
Carlos Luria
La editorial Grijalbo publicaba la última novela de Chufo Llorens, El destino de los héroes. Los libros venían amorosamente ceñidos por una faja que decía: «1.000.000 de lectores la estaban esperando». El autor de este artículo hizo cuentas. Caramba. Ni siquiera el Satisfyer había sido capaz de reunir tantos ceros. Lo siguiente fue imaginar un diálogo en plena calle:
—¡Hombre, Ernesto, cuánto tiempo!, ¿Qué es de tu vida?
—Ya ves, esperando la nueva novela de Chufo Llorens.
La de Llorens es el típico caso de faja promocional. Luego veremos qué es eso. Antes conviene advertir que se habla muy poco de las fajas de los libros, probablemente porque nadie sabe qué hacer con ellas salvo utilizarlas de marca páginas o para calzar una mesa que cojea. Lo deja bien sentado el bibliólogo, ortotipógrafo y lexicógrafo José Martínez de Sousa en su Manual de edición y autoedición (Pirámide): «En general, la utilidad de las fajas es escasa y de efectos muy pobres, por cuanto el lector las arroja en cuanto abre el libro».
Pero las editoriales siguen utilizando con entusiasmo esa tira de colorines tan cuántica, ya que forma parte del libro, pero al mismo tiempo no forma parte del libro. Y la siguen utilizando por dos motivos: el primero es que, si se suceden las ediciones de un libro, siempre es más barato ir cambiando la faja para anunciar el éxito que ir cambiando la cubierta; el segundo motivo es más poderoso: una faja es una valla publicitaria (blurb, en inglés) casi gratuita cuyo efecto sobre las ventas de los libros está más que probado. En consecuencia, todo el mundo da por sentada la presencia de las fajas, aunque sea una presencia invasiva: la cuarta edición de Cicatriz, de Sara Mesa (Anagrama), llevaba una faja tan descomunal que ocupaba cuatro quintas partes de la cubierta. Puro Libro Guinness. Más que una faja, un corsé. Y, sin embargo, nadie se quejó.
Dado, pues, que las fajas no correrán de momento la desdichada suerte de las camisas o sobrecubiertas, llenemos esa laguna teórica que se extiende a su alrededor. Según su contenido, estos elementos se dividen en:
—FAJAS NUMÉRICAS. Son las que proporcionan datos del número de ediciones o de los ejemplares vendidos, siempre que ambas cifras sean respetables. «100 ejemplares vendidos» no es una faja aconsejable, a no ser que hablemos de poesía, en cuyo caso es una bestialidad. No obstante, en cuanto al rigor de las fajas numéricas debemos recordar que:
1) Nadie fuera de la editorial cuenta realmente los ejemplares vendidos. Nadie de nadie.
2) Si se editan 500 ejemplares en cada edición, 2.000 ejemplares serán la cuarta edición, lo cual no está mal para ponerlo en una faja… Aunque 2.000 ejemplares no sea como para tirar cohetes.
3) La faja típica de «Cien mil ejemplares vendidos» no asegura nada en términos literarios. Barbara Cartland ha vendido millones de ejemplares y es, en fin, una birria, con faja o sin ella.
—FAJAS TEXTUALES. Son las que reproducen citas que elogian la obra en cuestión. Estas citas suelen provenir, por algún motivo, del The New York Times o del The Observer, y están firmadas así, literalmente: «The New York Times» o «The Observer», con lo cual el lector puntilloso puede verse en graves apuros para comprobar la veracidad de la cita antes de darse de bruces con la realidad: que el medio es el mensaje. Hay ejemplos de estas fajas a montones, pero basten la de que están escuetamente firmadas por «Observer» (será The Observer, probablemente) y The New York Times; o la de Entry Island, de Peter May (Salamandra), cuya desganada faja dice, simplemente: «Un escritor al que seguiría hasta los confines de la Tierra». Firmado: «The New York Times». Y listos.
En ocasiones, las citas de las fajas textuales están, simplemente, mal elegidas: en el libro de Elena Ferrante La invención ocasional (Lumen), la faja reproduce esta frase de un crítico del Huffington Post: «Elena Ferrante nos recuerda que podemos ser mucho más de lo que nos ha tocado ser». ¿Es Elena Ferrante o Paulo Coelho?
Por otro lado, en este tipo de fajas suelen prodigarse elogios provenientes de otros escritores. Según los expertos, el primer escritor que utilizó una frase de un colega para vender su libro fue Walt Whitman. En 1855, cuando aún era un desconocido, Whitman envió un ejemplar de Hojas de hierba a Ralph Waldo Emerson, por aquel entonces en la cima de su popularidad. Emerson contestó a Whitman con una carta en la que decía: «Te veo al comienzo de una gran carrera». En 1856, esta frase ya figuraba en la contracubierta del libro de Whitman. En la actualidad, conviene comprobar, para asegurarse de la sinceridad del elogio entre colegas, si el escritor lisonjero pertenece a la misma editorial o a la misma agencia literaria que el escritor lisonjeado, en cuyo caso debemos arrugar la nariz.
Finalmente, hay fajas textuales que rozan la desfachatez: esto ocurre, por ejemplo, cuando la cita laudatoria viene firmada de este o parecido modo: «Lectores en Twitter».
—FAJAS PROMOCIONALES. Aquí entramos en un mundo indómito. Estas fajas son las que reproducen frases a menudo inventadas por el departamento de marketing de la editorial, con lo cual es comprensible que las cosas puedan acabar muy mal. La característica más evidente de estas frases es una marcada tendencia hacia la hipérbole y al abuso de ciertas palabras como ‘emocionante’, ‘amor’, ‘corazón’ y ‘magia’. En ocasiones hasta se las encuentra juntas: «Una emocionante historia de aventuras repleta de amor y magia», asegura la faja de Cuentos de Bereth, de Javier Ruescas (Penguin).
Abundan también adjetivos como ‘adictiva’, ‘maravillosa’, ‘deslumbrante’, ‘hipnótica’ y ‘arrolladora’. También, ‘autor revelación’. Las fajas promocionales más terroríficas son las que se dirigen en tono autoritario al lector: «No podrás dejar de leerla» (respuesta: «¿No? A que sí»); o, como decía la faja de La última salida, de Fernando Axat (Destino): «No dejes que te lo cuenten».
Lo cierto es que este tipo de fajas están sujetas a tantas contorsiones fraseológicas que es normal que se registren patinazos como el de la memorable faja de cierta novela de Ruth Ware: «Alguien va a casarse, alguien va a morir». El título de la novela es En un bosque muy oscuro. Ahora léelo todo de golpe e intenta aguantar la risa: «En un bosque muy oscuro alguien va a casarse, alguien va a morir». Parece una canción de Nick Cave. Que estas fajas las escriban los expertos de marketing, por lo demás, explica que una editorial (repetimos: una editorial) le dé una patada al diccionario, a la riqueza de vocabulario, a la sintaxis, a la gramática y a todo en su faja: «El subjefe Rocco Schiavone. ¿Políticamente incorrecto? NO, LO SIGUIENTE». Es la faja de Sol de mayo, de Antonio Manzini, publicado por Salamandra no, lo siguiente.
¿Hemos terminado con las fajas promocionales? Todavía no. Son, asimismo, frecuentes en ellas las comparaciones arriesgadas con escritores clásicos de diferentes géneros, con el fin de llamar la atención de las diferentes sensibilidades lectoras. Algo así como «una mezcla de Stephen King, Miguel de Cervantes y Thomas Mann». En este sentido, al pobre Umberto Eco le han baqueteado sin ningún miramiento y obviando las fuentes: «Ha sido comparado con El nombre de la rosa», leemos en la edición catalana (Proa). El lobo y el vigilante, de Niklas Natt Och Dag. También es frecuente la manida frase «si te gustó X, te encantará Z». Y, finalmente, están las frases directamente desastrosas. En 2016, coincidiendo con el centenario de Elena Garro, la editorial Drácena acompañó Reencuentro de personajes con la siguiente faja: «Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges». No es que no fuera cierto, pero la cosa desprendía un tufo machista que provocó cientos de críticas. Uno se imagina un diálogo entre los expertos de marketing cuya editorial está a punto de lanzar Camino de perfección:
—¿Qué ponemos en la faja? ¿Teresa de Jesús, la gran mística del cristianismo? ¿Teresa, la mujer más importante de…?
—Quita, quita. «Esposa de Dios, amante de Jesús, enemiga de Mahoma y colega de San Juan de la Cruz». Y arreando.
Por cierto, Drácena pidió a todas las librerías que retiraran la faja del libro de Garro.
—FAJAS DE PREMIO, que anuncian que el libro ha ganado determinado gran premio literario. Es la faja más rigurosa, aunque para muchos lectores, y según de qué premio hablemos, sea razón más que suficiente para no comprar el libro.
—FAJAS DE PELÍCULA (O DE SERIE). La frase habitual en ellas es «el libro en que se basa la película o la serie X». Aunque, a veces, la cosa se complica si no se encuentran las referencias adecuadas. Cuando Destino publicó la novela de Blake Crouch Wayward Pines, añadió una faja que parecía una pregunta de Saber y ganar: «La novela en la que se basa la serie del director de El sexto sentido». Sólo faltaba añadir: «¿De qué director se trata? ¡Tiempo!».
Hasta aquí, la tipología. Pese a todos los desmanes descritos (algunos, por cierto, están extraídos del blog Lectura y Locura), hay que insistir en que las fajas no parecen tener los días contados, aunque habrá que ver cómo se las ingenian en la era digital. Mientras tanto, seguirán irritando a los libreros, que están más que hartos de que las fajas lleguen rotas o movidas (lo cual es un problema, porque muchas fajas interactúan gráficamente con la cubierta y porque, a fin de cuentas, nadie se hace librero para andar todo el tiempo recolocando fajas). Y dado, pues, que tenemos fajas para rato, desde esta tribuna nos atrevemos a lanzar al aire cuatro nuevas e imaginativas fórmulas para renovar su uso:
- La faja sonora, cuyo extremo incorporará un pequeño cascabel que acompañará la lectura con un alegre tintineo. Especialmente indicada para leer a Schopenhauer o a Cormac McCarthy.
- La faja trampantojo, que al estar impresa sobre la cubierta provocará el regocijo de toda la familia cuando el abuelo se empeñe en sacarla.
- La faja a doble cara, que incluirá en su reverso toda suerte de propuestas útiles: la receta del mar y montaña, descuentos para Port Aventura, consejos para adelgazar o cómo librarse de los mosquitos en verano.
- La faja sincera, tal vez la más revolucionaria de todas y, por ello, de implantación más compleja. Para entendernos, una faja del tipo «Este libro no es gran cosa, pero se deja leer».
https://librujula.publico.es/cuando-al-libro-le-aprieta-la-faja/
2.
Pasión por los ‘blubs’
Enrique Vila Matas
«Me encanta tu novela porque veo perfectamente sus defectos», llegué a escribir en un sueño de hace meses, tal vez afectado por la desmadrada invasión de blurbs, las frases promocionales en las fajas de las cubiertas de los libros. De ellas lo que más percibía era que la mayoría eran cínicas y nada eficaces, porque se anulaban con tanto elogio desorbitado.
Decía Miqui Otero el otro día que si diéramos total credibilidad a este subgénero de los blurbs, los autores serían animales mitológicos más improbables que el hipogrifo. El caso es que, mientras aquí debatimos sobre nuestra abundancia de fajas, en Francia se debate también sobre cubiertas de libros, aunque en otra dirección: para elogiar la histórica sobriedad de una parte de las mismas. Décadas llevan ciertas editoriales (GALLIMARD, P.O.L., MINUIT…) apostando por la discreción y la homogeneidad. Es célebre, creo, el blanco roto, color tierra, de sus cubiertas, sin ilustración alguna, solo el título y el autor: un modo de señalar, en tiempos iletrados, la presencia de lo literario en ellas. Nada que ver Francia con la tradición, por ejemplo, anglosajona, que concibe la cubierta como una propuesta gráfica única. Es más, cuando se trata de publicar literatura, los códigos estéticos franceses son casi inamovibles y la ilustración chillona parecen reservarla a determinados géneros: thrillers, ciencia ficción, novelas de temporada, burradas…
Durante largo tiempo, esas sobrias cubiertas francesas fueron para mí sinónimo de elegancia y de literatura. Y hasta en algún momento aspiré a publicar un libro de cubierta blanca, con título y autor, pero sin ilustración. Y, sin embargo, con el paso de los días fui notando que se instalaba en mí una pulsión contraria a la mitificada cubierta blanca ideal. Quizás en mi transformación influyó que me hubiera enterado de que el blanco roto color tierra en las cubiertas tenía un origen económico: era simplemente más barato que otras opciones.
Y, claro, todo se fue conjurando para la explosión de ayer cuando caí preso de una repentina pasión desorbitada por los blurbs. En pocos minutos, con entusiasmo, devoré cientos de ellos. París ya podía ser una fiesta, pero tenía pocos blurbs.
Fue como si me hubiera tragado de golpe el billete del autobús y el revisor fuera a imponerme una multa. Pero, aun así, lo pasé muy bien y hasta reí a fondo al recordar mi blurb preferido, aquel que dedicara García Márquez al Monterroso de El paraíso imperfecto: «Este libro hay que leerlo manos arriba. Su peligrosidad se funda en la sabiduría y la belleza mortífera de la falta de seriedad».
Ayer, mientras me preparaba para pagar la multa por lo tragado, comencé a cuestionar que el blanco fuera tan serio como decían. Tampoco estaba tan claro que fuera muy seria la famosa y dramática página en blanco, pues a la larga siempre acababa mostrando su lado cómico. Me morí de risa al darme cuenta de que para escribir todos partimos de la página en blanco y al final, sin excepción, acabamos todos precisamente regresando a ella.
https://elpais.com/cultura/2023-05-09/pasion-por-los-blurbs.html
3.
El amor en las fajas de los libros
Miqui Otero
Te quiero más que todo lo que pueda decir la faja promocional de un libro, dijo él. No te creo, contestó ella.
Entendemos la suspicacia en este diálogo inventado. Muchos de los blurbs, esas frases que se pueden leer en las tiras de papel satinado que abrazan las novedades editoriales, oscilan entre la declaración de un amante adolescente algo piripi de vino y la retórica José Luis Moreno en una gala de fin de año en la Atlántida. Si algún día se siente algo encapotado, pasee por una librería imaginando que esos blurbs van dirigidos a usted: iluminador, revelador, apasionante, duro pero tierno, seco si bien dulce, hilarante, certero. Si diéramos total credibilidad a este subgénero, los autores serían animales mitológicos más improbables que el hipogrifo: un perfecto cruce entre Foster Wallace y Garcilaso de la Vega; Rabelais robándole el ramen a Murakami, un pasional maridaje entre Cormac McCarthy y Marwan.
Hace unos días Llucia Ramis exponía en una cena que a menudo las expectativas generadas por los editores y las fajas jugaban en contra de autores que, a pesar de tener cierto talento, no satisfacían las expectativas. «Está más o menos bien. Se deja leer», propuse yo como posible frase de faja, con el sarcasmo torpe de quien oculta, por supuesto, no solo que en la segunda edición de mi última novela toda la contracubierta estaba tapizada de blurbs, sino que cada uno de ellos me produjo un orgasmo cerebral ASMR.
Se suele decir que los escritores son los que miraban a los que jugaban en el patio escolar. Que necesitamos cariño porque somos tan egomaníacos como inseguros. Que por eso googleeamos nuestro nombre como quien practica gimnasia sueca. Es célebre el caso de Gary Shteyngart, un autor tronchante (un adjetivo muy blurb), neoyorquino y de origen ruso, que factura una narrativa judía cómica hilarante (otro). Es el rey del blurb y durante un tiempo los recopiló en la web THE COLLECTED BLURBS OF GARY SHTEYNGART. Le pedían tantos que hace un tiempo dijo en una carta a The New Yorker que debía frenar. Quizás en el hecho de que sus memorias infantiles se titulen Pequeño fracaso, y que fuera perseguido en el cole yanqui (era la época en que Rocky luchaba contra Iván Drago) por ruso y por judío, y que en su infancia escribiera relatos sobre Lenin a lomos de ocas voladoras para ganarse el cariño de su abuela bolchevique, haya una explicación para que sea tan generoso y entienda tan bien el mecanismo generador de oxitocinas del blurb.
Es cierto que Balzac dijo aquello de «hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir», pero es que Balzac bebía 24 tazas de café al día y escribió Las ilusiones perdidas. También es verdad que en la faja de la última novela de Franzen solo salía su apellido en mayúsculas de tamaño para miopes: FRANZEN, que es algo así como cuando el agente 007 se auto-presenta con su «Mi nombre es Bond. James Bond». Imagino el diálogo con su editora: «Jonathan, querido, necesitamos que nos digas algún autor que te haya influido»; «Lo tengo: FRANZEN». O que, sin ir más lejos, el ganador del Planeta [2018] defendió hace unas horas su propia novela con modestia de Kanye West: «Incluye una apasionante y trepidante historia de amor».
Pero aceptar el piropo literario de otro es humano y que el editor lo emplee, comprensible: es complicado presentarse en una librería compitiendo contra silenciosas ediciones de AUSTRAL (que son como ese famoso que no necesita que lo ayuden, cuya timidez se interpreta como genialidad) y flúor youtuber (quién quiere fajas cuando posee un canal). Lo mismo podría pasar con las columnas. Como esta que han leído: «Un clásico del análisis más alambicado, a caballo entre Camba y Twain, hilarante pero serio, que dará mucho que hablar». Aunque luego no la lea ni mi madre.