De hablar sereno y reflexivo, Santiago Hernández Zarauz, mexicano residente en Madrid, es un editor culto y repleto de curiosidad que desgrana sabiamente el oficio con verdadera devoción y amplitud de miras. Y ello se puede comprobar en su libro Cuentahílos. Elogio del ‘editante’, publicado por Trama Editorial, donde contagia al lector «con un humanismo renovado», como dice Jesús Ruiz Mantilla en el prólogo. Siguiendo sus ensayos misceláneos, recorremos con él aspectos clave de esta profesión, donde sorpresa y descubrimiento es un binomio por el que debería guiarse todo ‘editante’.
TEXTO JML // FOTO ARCHIVO
—‘Editante’. No es muy común la palabra. ¿Por qué la elogias?
—Entiendo que, de inicio, es un término controversial porque supone meterse en cómo nombramos una profesión a la que queremos, que es poliédrica, con muchos ecosistemas para desenvolverse en ella… una profesión tan hermosa, tan valiente, tan suigéneris, tan compleja… Se me ocurrió por las muchas posibilidades que encuentro en la palabra editor, que se trata de un gestor y, en primer lugar, de un lector, al mismo tiempo que en ella también hay una ocasión literaria y artística. Tirando del hilo, se me apareció la palabra ‘editante’. Y ello porque, ese neologismo, también permitía pensar en la profesión en gerundio, como una labor de largo aliento y que no se deja de hacer todo el tiempo… lo que me permitía volver a pensar qué quiere decir hacer libros…
Al respecto, nos apunta en su libro [pág, 48]: «Si los libros existen porque son leídos, entonces el ‘editante’ es fundamental. Su condición en gerundio navega en constante cambio de derrotas en un mar de palabras que transforman su espacio en navío, se acompaña de una tripulación de lecturas imprescindibles para levar el ancla y viajar en busca de la ballena blanca».
—El símbolo del delfín y el áncora («festina lente»: «apresurarse lentamente»), ¿reafirma el término editante o es un homenaje a Aldo Manuzio?**
—Lo que quise hacer fue ir lo más posible al origen, para rastrear, por así decirlo, quién había sido el primer editor; quién había tenido el primer impulso, estético, ético, político, literario, de entender la profesión como la entendemos hoy; es decir, quién toma decisiones que tienen que ver con urdir un catálogo, con la forma, con el precio… Me di cuenta de que Aldo Manuzio jugó con una serie de posibilidades alrededor del libro que valía la pena observar todo el rato. Su vocación permitió ver que, en el tiempo, fueran germinando otras propuestas editoriales. Su mirada lo convierte en un editor moderno y sumamente vigente. Y, en especial, el áncora y el delfín, que es un intercambio con Erasmo de Roterdam, bien puede enmarcar un ritmo que solo se puede entender a través del libro: esa quietud que de pronto tiene el leer, el tejer fino, para que un libro se haga como se tiene que hacer; y, al mismo tiempo, supone el arrojo que se tiene cuando se toma la decisión de convertir la palabra escrita en impresa.
—Cuentahílos, el título de tu libro, implica en sí mismo precisión, comprender mejor lo que hay en la superficie, ver aquello que no se ve… Los relatos-historias que tú cuentas en él ¿van más allá de lo que a primera vista observamos al leerlos?
—El juego al que yo jugué con Manuel Ortuño (editante de Trama) fue que la alegoría de la lupa, del cuentahílos, independientemente de que el libro podía llamarse ‘editante’, permitía darle al lector avezado y generoso la mirilla por la que observar el término mismo. Alegoría que daba pie a pensar desde dónde se mira lo que se está escribiendo. Y si encima es un objeto tan fascinante como el cuentahílos, que en mi caso dio pie a escribir un ensayo-historia sobre él, hay que tenerlo muy cerca.
—En el prólogo, Jesús Ruiz Mantilla habla del gremio editorial como el «más profesional, más brillante y humilde». ¿No lo ves exagerado?
—Como escritor que es, como periodista también, Mantilla encuentra en la figura del editor y del gremio editorial, del editante, ese espacio para afinar su propia mirada, encontrar el ritmo y el pulso de su propia voz. Desde ahí veo que reconoce al editor, al editante, al universo editorial, como el más preparado y humilde tras asumir esa posición en la que se acompaña a alguien más. Él realiza una cartografía de editores, de editoras, que le ayudaron a definir su propio camino; reconoce que, sin esa cartografía de afectos, de miradas avezadas, preparadas, él nunca hubiese podido sembrar o transitar su camino como escritor y periodista. Yo coincido con él. Hay algo en ese trans-bambalinas donde se sitúan muchos editores, de los de temperamento ‘editante’, claro, que no tienen el protagonismo que tiene el autor, pero que me fascina, me encanta, y que a veces llega a manifestarse con una estética propia y una manera de ser.
—«Los libros no desaparecerán nunca», dices en un momento del libro. ¿Qué importancia le das al aspecto material?
—Creo que vivimos un momento en que el libro físico habita el anaquel desde otra sensibilidad. Existe en nosotros una necesidad de apego con él. Es un objeto que nos permite tener dimensión de las cosas. Yo leí varios capítulos del Quijote en digital y me causaba cierta ansiedad no saber en qué momento de la cabalgata iba, en qué momento estaba del libro… siendo una lectura de tan largo aliento. Esto se convierte en un apego sentimental y eleva su condición material. Así, el libro físico, la materia, yo lo veo, lo leo, desde ahí, ya que nos ayuda a tocar tierra, a bajarle un poco «la espuma al chocolate», como decimos en México.
—Hablas de la traducción valorando la calidad de esta, no la raza ni las peripecias vitales del traductor como hizo Amanda Gorman sobre la idoneidad para traducir su poema The Will We Climb. ¿No crees que eso es un progresismo equivocado y un tanto woke?***
—Lo creo, sí. Me parece que hay pocos campos que encarnen de manera tan total la profesión editorial como la traducción. Su labor condensa muchas de las decisiones, directrices, que la elevan a un plano prácticamente sagrado porque tiene que ver con la palabra. Entonces, sobre Gorman, y su poema en especial, creo que la decisión que toma es importante leerla desde ciertos lentes. Si el impulso es político, que es lo que ella buscaba, que solo se visibilizaran ciertas características para que esa persona pudiera traducir, creo que se puede defender. Sin embargo, tratándose de un poema y de su recorrido editorial, esa postura política es desafortunada porque las decisiones editoriales posteriores impiden que se eleve su propia palabra. Así que se encuentra en una paradoja. Me gusta pensar eso… Una de las preguntas que yo le haría a Amanda Gorman sería ¿dónde le gustaría tener los pies? Si en un banco de arena político o en un banco de arena literario. Y si la respuesta es en el político, la siguiente pregunta sería ¿qué posibilidad tiene ella de separar al artista de la obra? Porque si no lo podemos hacer, me parece que la obra se ciñe entonces a un plano que no se le valora por la obra sino por otras cosas… y entonces se pierde.
—Es interesante lo que dices en Cuentahílos sobre los trabajadores-ligadores de puros en Cuba… cómo se les dio nombre comercial —la vitola— a los puros por la novela que les leían en voz alta mientras ellos ligaban la hoja de tabaco. Así… los ‘montecristo’, los ‘romeo y julieta’, los ‘sancho panza’… ¿Puedes rememorarla?
—Al poeta mexicano Jorge Valdés Díaz-Vélez le conté que yo estaba escribiendo este libro. Y en esa posibilidad que tiene la palabra, hablamos de la lectura oral en los comedores de los conventos. Y como él acababa de regresar de un festival hispanoamericano de poesía en La Habana que se hacía en las casas forjadoras de puros… me dijo: «Yo no sabía que hay aplausos que pueden oler a tabaco de vainilla». ¿A qué te refieres?, le pregunté. Entonces me narró que los obreros y los forjadores levantaban la mirada, muy poco, no es que estuviesen escuchando, poniendo mucha atención —tenían que entregar su lote de puros— a lo que les leían. Pero si les gustaba el verso, lo que les leían en un momento determinado, lo interiorizaban y, sin levantarse, aplaudían con el manojo de tabaco. Esa es la mística y la enorme paradoja que tiene la isla de Cuba: que de pronto haya gente que no sabe leer pero que conoce la venganza de Edmundo Dantés (El conde de Montecristo), o la biografía de Napoleón, o la desdicha de Romeo y Julieta de Shakespeare. [Por cierto, tres vitolas de puros archiconocidas].
—¿Estás en contra o a favor de la Inteligencia Artificial? ¿O te muestras equidistante?
—Soy de los que creen en el matiz. A las herramientas digitales se le puede sacar una parte virtuosa, pero hay que entender de qué forma lo hacemos. Pienso en este momento en Marcel Proust, cuando critica aferradamente la fotografía porque era una afronta hacía pintura impresionista, porque suponía automatizar el paisaje. O cuando en la Grecia Clásica se le tiene tanto miedo a la escritura porque iba a atentar contra la memoria. Quiero pensar que, a la Inteligencia Artificial (AI), a las herramientas digitales, aunque sean tan violentas como las que tenemos hoy en día, sí se les puede sacar una parte virtuosa, pero hay que entender de qué manera lo hacemos. Así, a mí me gusta las prácticas digitales donde se vuelve también a prácticas sumamente ancestrales, como el audiolibro, ya que remite a la lectura medieval, incluso a la Odisea, y permite afrontar el saber de dónde se viene y a dónde se va. Entonces, tenemos que ser conscientes, sobre todo políticamente, qué estamos haciendo cuando se toma la decisión de pedirle al ChatGTP que nos ayude con un texto. Eso sería válido dependiendo de qué es lo que se está haciendo. Evidentemente, si se va a tratar de hacer un trabajo académico, no, eso es cometer una falta. Pero si es simplemente realizar búsquedas y a partir de ellas se empieza a trabajar un texto, creo que se la AI puede encauzar hacia lo virtuoso, que es lo que yo procuro con los materiales digitales. Sí, deben tener su importancia, pero con cuidado. Y ser una herramienta más, no la verdad. Estaría a favor dependiendo de las circunstancias, según la práctica que estamos realizando.
—La ONU ha apuntado que se publican 6.000 títulos cada día. ¡Una inflación galopante de contenidos y una sobreabundancia de la mediocridad! Pero tampoco podemos poner vallas al campo, ¿no?
—No. Pero ante este avasallamiento de novedades, donde cada uno es biógrafo de sí mismo… creo que la edición, la responsabilidad que tienen, como dicen por ahí, «los editores de cepa y los lectores avezados», es reconocer «si el texto sangra». Reconocer si el texto tiene esas condiciones físicas y espirituales que van desde la corrección de estilo hasta el pulso de la escritura, algo complejísimo que solo se consigue leyendo, leyendo, leyendo. Condiciones que permitan reconocer no solamente que un texto esté terminado, sino que valga la pena publicarse. Y no todo vale la pena publicarse. Quizá, además, vivimos en una época en la que todo el mundo tiene algo que decir, de todo, y todo el mundo es experto en todo. Pero creo que si algo es sabroso, interesante, en la vocación editorial es que en ella tiene el mismo grado de importancia el silencio, el NO, «el saber decir no». [Sobre esto mismo comentó en una ocasión Jorge Herralde —y el autor de esta entrevista se lo escuchó en una conferencia sobre edición en Caixa Fórum Barcelona, junto a Teresa Cremisi, responsable en aquel entonces de la editorial francesa Flammarion—, lo siguiente: «Muchas de las cosas que más he hecho en esta profesión, aunque parezca lo contrario, es decir no»].
—Tú llevas Minerva editorial de México y la librería Pérgamo de Madrid. ¿Qué funciones tienes en ellas?
—En Pérgamo, una librería que reflotó mi padre, mi labor es más simbólica. Desde hace poco me aparté para sumergirme más en la editorial. Pero, dicho de la manera más respetuosa, como librería, lo que sí representa Pérgamo es estar en la trinchera o en el campo de batalla de la venta del libro. Estar en el mostrador te permite tener un termómetro para poder tomar la temperatura a los muchos y distintos perfiles de lectores; y también, entrar a batallar con la mesa de novedades, pues… son tantas… Estar en Pérgamo es como sentirse deudor de la galaxia de Gutenberg. Entonces, lo que la librería representa supone estar cerca del lector de a pie. Y eso es precioso. Algunos lectores, incluso, se llevan el libro… por ejemplo… porque les gusta el título: «Me gusta que se llame Cha, cha cha». Y te lo dicen. Y eso me parece de un atrevimiento, como lector, increíble. No se lo llevan porque el libro sea de tal o cual autor, o autora, o esté respaldado por tal o cual premio. Conviene tener en cuenta también este tipo de perfil.
¿Y de Minerva? ¿Qué puedes decirnos de la editorial?
—Tenemos tres colecciones, y ahí sí me presumo como editante de Minerva. Una, con más poso, Ínsula, que se llama así por la promesa que le hace Quijano a Sancho de hacerlo gobernante de la Ínsula Barataria. La colección trata de revisar a dónde viajan las voces que más admiramos. Por eso nace. Ya hemos publicado una selección del Diario a Italia por Suiza y Alemania de Michel Montaigne [el diario completo lo tiene Acantilado]; otro sobre Andanzas por Alemania e Italia de Mary Shelley. Y un tercero: Relación del primer viaje alrededor del mundo de Antonio Pigafetta, que me llevó a interesarme por él porque las primeras palabras que pronuncia Gabriel García Márquez al recibir el Nobel son sobre Pigafetta.
Luego, está la colección Lápiz, más juguetona, que es una intersección entre la gráfica y la palabra. En ella, hemos tenido la inmensa fortuna de trabajar con Verónica Gerber Bicecci, que parte del genial Las imágenes y las palabras de René Magritte para su propuesta. También hemos publicado Cuarentínimos para la Cuentea, de Jorge H. Hernández y Miguel Rep, este último discípulo del dibujante Quino.
Y la tercera, Libros monstruo, colección traviesa pero sumamente necesaria, que intenta trabajar esa frontera tan rara entre un libro de arte y un libro de artista. Procura que la forma, el formato del libro, sea totalmente rompedora. Hicimos un libro con el Círculo de Bellas Artes de España [ya está agotado] que solo se puede hacer si se profana el tomo, si se rompe. Lo trabajamos con dos artistas plásticos brasileños. Tenía dos lomos, y para entrar en él debía romperse página a página. Una colección abierta, que busca frescura, incluso se puede decir un poco punk. Un espacio que abrimos para que existiera esa porosidad de esponja y entraran otras ideas que pudieran nutrir la profesión misma y la misma editorial. Es como el contrapunto necesario para que una colección como Ínsula tenga más sentido. Igual que le pudo ocurrir a Manuzio —perdón por la comparación—, que logro meter el libro de bolsillo en un octavo y editar también el libro más hermoso de la historia como El sueño de Polífilo.
—Tenéis presencia internacional: España, Colombia, Italia, Reino Unido… ¿Cómo la habéis logrado?
—Ahí tocamos otra clave que es fundamental en el trabajo editorial, pues este, una de las virtudes que tiene, es que desde el inicio se sabe que en solitario no se llega a ningún lado. Por lo que nos hemos aliado con ciertas iniciativas culturales. En Colombia, por ejemplo, lo que hicimos fue realizar un intercambio a través una distribuidora y varias editoriales mexicanas, llegamos a un acuerdo de precio y aprovechamos una iniciativa que había con la FIBO, la Feria del Libro de Bogotá, para que se montara un stand de editoriales mexicanas. En España, aprovechando el escaparate que bien es Pérgamo, hicimos un intercambio de libros que no llegaban a España y de libros que no llegaban a México, para poder tener presencia en los dos lados. Esta presencia, naturalmente, es finita, en el sentido de que no podemos enviar y que nos envíen libros todo el tiempo. Se podría decir que estas iniciativas son esfuerzos calculados: se van planeado conforme aciertas cosas. Este último ejemplo lo tomé de como funcionó al principio la librería Lata Peinada en Barcelona, que empezó haciendo intercambios editoriales y después lo llevaron a cabo con autores… Ahora, acabamos de pagar una suscripción en México, por primera vez, porque queremos llegar a puntos donde están nuestros lectores. Estamos empezando a entrar en ese universo…
Minerva tiene cinco años, y, como dice Herralde, una editorial empieza a ser reconocible a los cinco años y empieza a equilibrarse financieramente a los diez… No sé si Minerva lo logrará (risas). Respondemos así a ese reloj de arena, y es que por primera vez decidimos tener distribuidora.
—Creo, deduzco, que apostáis por la edición artesanal y por la eco-edición. ¿Hasta qué punto?
—La edición, la labor de un editante, tiene mucho que ver con la escultura, el tener una idea y moldearla en torno. Los procesos artesanales elevan la profesión y ayudan a comprender los tiempos que se necesitan para que una cosa germine. Pienso ahora en el olor que tiene el revelado, desagradable, sí, pero la fotografía sabe distinta si uno la revela, otorga otra sensación, porque el proceso creativo —y mental— no enaltece igual, se va por otro sitio, y ese tiempo artesanal ayuda. Hay un libro de Tolstoi, editado en Acantilado, El camino de la vida, que son las frases que Tolstoi fue recopilando siendo un hombre muy enfermo, convaleciente, sobre Marco Aurelio, Jesucristo, los Apóstoles… En él nos invita, en un plano general, a volver a la vida del campo para reconocer cuanto tardan, de verdad, en germinar los procesos. En el invierno, en este mundo en el que parece que siempre tenemos que ser novedosos y siempre tenemos que publicar algo, se nos olvida que hay momentos en los que tenemos que hibernar, ahorrar, cerrarse a veces y saber de dónde se viene. Esto se les olvida a muchos autores por la necesidad incipiente de publicar, pero el libro tiene que cuajar si la idea del libro vale la pena. Hay tener la mirada en el retrovisor para poder avanzar…
—Hay una viñeta de El Roto que, parafraseando al escritor guatemalteco Augusto Monterroso, dice: «Cuando despertaron del sueño digital, el lápiz seguía allí». ¿Aplicarías esa idea al libro tradicional —impreso—, sustituyendo ‘lápiz’ por ‘libro’?
Me encanta… y lleva razón. Pero déjame acabar con Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury. Al final de ella, y ya en los límites de la distopía donde se queman libros, el protagonista que huye se encuentra con una especie de clan, de tribu, donde hombres y mujeres se reconocen con la responsabilidad de recordar cada uno un libro por persona. Encuentras al que, de pronto, se llama El conde de Montecristo; otro, Los tres mosqueteros… u otro que bien podría llamarse Cien años de soledad, etc. Entonces, a mí me gustaría pensar que, contra la noche más oscura, o frente a los tiempos más ennegrecidos, donde prevalece la guerra, el hambre, el horror, el libro siempre, como el ‘lápiz’ para El Roto, encuentra el camino para mantenerse; porque creo, a fin de cuentas, que el libro es una de las expresiones más hermosas que ha encontrado el ser humano para ser, precisamente, humano. A mí lo que me gusta del gerundio, que no deja de ser complejo a la hora de escribir, pero que, a la hora de charlar, de la sobremesa, tiene otra mística, es que… yo prefiero estar «amando» a «amar», «leyendo» a «leer», «editando» a «editar», pues el libro siempre encuentra su re-significación y alcanza su propio caudal, su sitio en el anaquel, ya sea físico o espiritual, en esta esfera llamada Tierra llena de agua.
—¿Podrías hacernos un «atlas bibliográfico» con diez puntos de lectura para nuestros estudiantes?
Como no… te lo enviaré por email. Serían, a mi modo de ver, diez lecturas imprescindibles para la cartografía del editante. [Se puede clicar en las portadas para obtener más información]:
—El libro expandido. Amaranth Borsuk. Buenos Aires (2020). Ampersand.
—Un ensayo de tipografía. Eric Gill. Madrid (2022). Trama Editorial.
—Editar ‘Guerra y Paz’. Mario Muchnik. Querétaro, México. (2022) Gris Tormenta.
—La edición sin editores. André Schiffrin. México (2001). Era.
—Un oficio de locos. Conversaciones con Juan Cruz. Madrid (2012). Ivory Press.
—De re impressoria: cartas prologales del primer editor. Aldo Manuzio. Buenos Aires (2022) Ampersand.
—El autor y su editor. Siegfried Unseld. Madrid (2018). Taurus.
—Los enemigos de los libros: contra la biblioclastia, la ignorancia y otras bibliopatías. William Blades. Madrid (2016). Fórcola.
—Confesiones de una editora poco mentirosa. Barcelona (2016) Esther Tusquets. Lumen.
—Faber & Faber: The Untold Story. Toby Faber. Londres (2016). Faber & Faber.
NOTAS
[*] Con este título realizamos un guiño a la traducción en español de la película El editor de libros (Genius, de 1916) sobre la relación del escritor Thomas Wolfe y su editor Max Perkins, descubridor también de Hemingway, Steinbeck y Fitzgerald. La película se puede ver en lal plataforma Filmin. [**] Editor veneciano del Renacimiento, cuya imprenta, Aldina, tenía como símbolo el delfín abrazando al áncora. [***] Tras el descerebrado asalto al Capitolio por los partidarios de Trump, y a raíz de lo virales que se hicieron los versos de Amanda Gorman recitados por ella en la toma de posesión de Joe Biden en 2021, la poeta afroamericana exigió nada menos que, para traducir sus versos, «debía hacerlo una mujer cercana a su edad, preferiblemente negra y activista», lo que desató una gran polémica internacional. Exigencia políticamente woke.